El alma de Federico Fellini


[Carta del Director de cine Federico Fellini al sacerdote jesuita Charles Reinert,1957]

Mi querido padre,

Usted me pide algunas notas sobre la concepción espiritual de mi mundo cinematográfico.

No es fácil contestar a esta pregunta, porque nunca me he planteado desarrollar en mis películas una concepción particular de la vida.

Podría alegar únicamente esto: soy un hombre, como tantos otros, que está viviendo su propia experiencia, un hombre que mira con humildad las cosas que le rodean, con respeto, con una curiosidad ingenua y sobre todo con amor. De este amor nacen la ternura y la piedad que siento por todas aquellas criaturas que me voy encontrando.

No soy pesimista, ni quiero serlo, pero mis preferencias se inclinan por aquellos que más sufren, que son víctimas de la maldad, de la injusticia y del engaño.

No me siento capaz de condenar a nadie, pero me gustaría poder ayudar a todos con el mundo de mis intuiciones y con el don de mis experiencias. Las criaturas de mis películas han nacido de estos contactos humanos, de las voces que oigo y que recojo dentro y fuera de mí, de una profunda necesidad de contestar, sin traicionar sus esperanzas.

Tal vez mi mundo espiritual reside precisamente en este deseo instintivo de hacer el bien a quien sólo conoce el mal, de no dejar a nadie sumido en la desesperación, en procurar que los demás vean siempre una esperanza, la posibilidad de una vida mejor, en descubrir en todos, incluso en los más malvados, un núcleo de bondad y de amor.

En el desarrollo de estos temas fundamentalmente humanos y comunes, me encuentro a menudo frente a sufrimientos y desventuras que superan los límites de nuestra propia capacidad. Es entonces cuando nace la intuición y la fe en los valores que trascienden a nuestra naturaleza.

Ya no me bastan el inmenso mar y el lejano cielo que tanto amo en mis películas: más allá del mar y del cielo, incluso a través de una angustia o de la dulzura de una lágrima, se puede entrever a Dios, su amor, su gracia, no precisamente como un arrebato de fe teológica, sino como una profunda exigencia del alma.

Sólo así me parece que soy honrado con aquellos que sufren y que no traiciono con humanas divagaciones –tan sólo ricas en promesas y cálculos— a los que siempre han sido apaleados en la vida, explotados, maldecidos, desgraciados.

Cuando en mis películas, la carga lírica de la inspiración, que siempre es un acto de amor, me permite esbozar una sonrisa ante un rostro en lágrimas, tenderle una mano a quien está a punto de caer en la perdición, indicarle el camino al que se ha perdido, ofrecer un ideal a quien sólo ha soñado con fantasmas; cuando consigo descubrir las aventuras de la vida y sus engaños, tengo la sensación de que no he traicionado a nadie, de que he hecho el bien, no sólo a los demás, sino también a mí mismo.

Mis películas no se basan en la lógica de un guión, sino en una dimensión del amor; no se pierden en la polémica que no admito y tampoco se definen en un mensaje que no me siento capacitado de imponer a los demás.

“Lo Sceicco Bianco”, “I Vitelloni”, “La Strada”, “Il Bidone”, “Le Notti de Cabiria” nacieron de una sola paternidad. En este sentido pueden considerarse iguales y distintas.

Cabiria, mi última criatura, igualmente frágil, desafortunada y tierna, después de tantas desventuras y el fracaso de su ingenuo sueño de amor, sigue creyendo en el amor y en la vida. Una explosión lírica en clave musical, una serenata cantada en el bosque, cierra mi última película, cargada de tragedia, porque a pesar de todo, Cabiria lleva en su corazón el secreto de una gracia descubierta. No es cuestión de empeñarse en definir la naturaleza de esta gracia: resulta más amable dejar a Cabiria la dicha de decirnos si esta gracia es el encuentro con Dios.

Confío a mis propias películas, querido Padre, la respuesta a su pregunta sobre la concepción espiritual de mi mundo artístico.

 

 

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