HOMILÍA EN MIS BODAS DE ORO SACERDOTALES

Por Bernardino Piñera C. , Arzobispo Emérito de La Serena.
 

Queridos hermanos:


Les agradezco que hayan venido, con su oración y su amistad, a acompañarme a dar gracias a Dios por todo el bien que me ha hecho a mí desde que nací y que ha hecho a otros, a través de mí, durante medio siglo de sacerdocio. Y a pedir perdón por todo el bien que pude hacer, que debí hacer y que no hice; por el bien que hice o que hice mal; por el mal que he hecho.

Agradezco a Dios por mi familia. Por mis padres y mis hermanos que estuvieron todos presentes en mi Primera Misa, celebrada en la Iglesia de los Santos Ángeles Custodios y en la que predicó el beato Alberto Hurtado; mis padres y mi hermano me acompañan, ahora, desde el cielo. Por todos mis antepasados, cuyo recuerdo está ligado a una vieja casona de La Serena y a los alrededores de la Plaza Victoria de Valparaíso. Al hogar de mi infancia en París y al de mi juventud universitaria en Santiago. A la familias que han constituido mis hermanos, a los Chadwick Piñera y a los Piñera Echenique, que son mi familia, una familia muy querida y que ha sido y es para mí un gran apoyo en la vida.

Agradezco mis años de formación en el mundo. El Lycée Janson, de París, que me dio cultura general y matemática; la Universidad Católica y la Universidad de Chile en que aprendí medicina; Western Reserve University, en Estados Unidos, en que me ejercité en la investigación científica. Y quizás si, más aun, la conversación y la biblioteca de mi padre que me enseñó, con su ejemplo, a interesarme por todo, a no fanatizarme por nada, a ser justo, a sencillo y a ser modesto. ¡Ojalá hubiera aprendido mejor esas lecciones! Y las que me dio mi madre: la alegría de vivir con fe, con sencillez y en paz.

Agradezco y añoro como los mejores años de mi vida los de Seminario de Santiago. He visto partir a muchos de mis compañeros de entonces; agradezco la presencia de los que me acompañan hoy, como me acompañaron  en mi primera misa.

Agradezco los 11 años en que trabajé en Santiago como presbítero; era la "primavera" de mi vida sacerdotal. Especialmente mis años en la JOC, mis años de asesor de la AJCF y de la JEC femeninas; mi colaboración en la Acción Católica de aquel entonces; mis años como vice-rector de la Universidad Católica; y muy  especialmente los 10 años que dediqué, con mucho cariño, al Hogar de la Empleada de Casa Particular. Y a los hombres extraordinarios que entonces me formaron con el testimonio de su vida y con su ejemplo pastoral: el Cardenal Caro, don Carlos Casanueva, el Padre Hurtado, Manuel Larraín y Rafael Larraín: ellos han sido mis maestros, los que completaron la obra del Seminario y de la Facultad de Teología.

Conservo un recuerdo muy grato y agradezco a Dios los tres años que pasé en Talca, como auxiliar de Monseñor Manuel Larraín. Y recuerdo esas misiones multitudinarias del Maule y del Mataquito que me abrieron los ojos a la pastoral de los campesinos. Los talquinos saben el cariño que les tengo.

Agradezco al Señor por haberme confiado, durante 17 años, la Iglesia de Temuco. Conservo el recuerdo de cada caserío, de cada reducción indígena, de cada una de las 180 capillas que tuve la alegría de bendecir: años de plenitud y de fervor apostólico y misionero, con colaboradores inolvidables y muy queridos. Fue el "verano" de mi vida, un verano ardiente, refrescado por las lluvias persistentes del Sur y la sombra de los bosques milenarios.

Gracias, Señor, por los 33 años en que me permitiste formar parte de la Conferencia Episcopal de Chile. Fueron tiempos de duro trabajo, de grandes tensiones, pero todo aquello vivido en un ambiente fraternal estimulante. Ahí aprendí que se puede discrepar y respetarse y quererse al mismo tiempo. Allí aprendí que es hermoso sentirse responsable de un pueblo entero y de su destino y esforzarse por influir en el sentido de la fe y del respeto a la dignidad humana y en la búsqueda de la justicia, de la fraternidad y de la paz. Agradezco particularmente al Señor el haber podido participar activamente en esos grandes eventos de la conciencia cristiana chilena que fueron el Jubileo de 1974, la Conferencia de Puebla de 1979, el Congreso Eucarístico de 1980 y la visita del Papa a Chile, cuyo décimo aniversario estamos recordando.

Agradezco al Señor por haberme llamado, por ocho años, a la Iglesia de La Serena. Fue el "otoño" de mi vida. Todo allí me fue grato, quizás demasiado. Fue como un retomo a las raíces, al viejo Chile Colonial y al pasado de mi propia familia, pero en un estimulante clima de superación y de progreso. Todavía me siento plenamente serenense.

Pero el Señor me reservaba otro motivo de gratitud infinita hacia El. Al llegar ahora al "invierno" de mi vida, me lo ha transformado en una nueva primavera al ser acogido por la Comunidad Franciscana como uno de ellos. He podido realizar así anhelos profundos de mi vida que la urgencia de las diarias tareas nunca me permitió satisfacer: vivir la vida religiosa, la vida comunitaria, en el clima de sencillez fraternal propio de la tradición franciscana; vivirla en este Convento y en esta Iglesia, varias veces centenarios; en el origen de la historia y en el centro de la geografía de Chile; dedicar parte de mi tiempo a leer, a estudiar y también a escribir y a hablar; y, sobre todo, pasar mis últimos días a la sombra del grande y humilde Santo que aprendí a admirar y a querer desde niño y que expresa todos mis anhelos, aun no realizados, la búsqueda de la santidad, aun no lograda, unida a la confianza en la infinita misericordia del que dijo que "habría más alegría en el cielo por un pecador que se arrepintiera que por noventa y nueve justos que no necesitaran penitencia". Yo les pido que me ayuden a convertirme y a pedir perdón para poder, antes de morir, dar al cielo esa gran alegría.

Les agradezco a todos ustedes haber venido a acompañarme. Y ahora les ruego que me acompañen a celebrar esta Eucaristía, a dar gracias y a pedir perdón.


Santiago,  7 de Abril de 1997.

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