¡Accionistas del mundo, uníos!

Por Carlos Alberto Montaner

Hace algo más de 150 años Carlos Marx aterrorizó a los burgueses del mundo entero con el lanzamiento del Manifiesto Comunista. Era 1848 y Europa continental hervía de una punta a la otra. En París, Budapest, Berlín, Milán y Ginebra los revolucionarios se echaban a las calles entonando la Marsellesa en un francés canalla a veces enredado en algún vino peleón. La revolución de 1789 había sido francesa. La de 1848 era europea, pero se había quedado preñada de la mitología de Dantón y Robespierre, de Mirabeau y Napoleón. Incluso, puede hablarse de un 1848 "occidental", porque sus ecos también se sintieron en América. Por aquellos años Estados Unidos "revolucionariamente" le arrebataba la mitad de su territorio a México en nombre de los principios de una república liberal --zarpazo que Marx aplaudió por tratarse de una victoria del progresismo sobre las fuerzas reaccionarias del general Santa Anna--, mientras los defensores del antiguo régimen en todo el planeta se llenaban de espanto. ¿Sería verdad que el fantasma del comunismo, de tourné por el mundo como una cupletista laboriosa, acabara por enseñorearse sobre la tierra? Todos sabemos cómo terminó aquella seductora maraña de disparates urdida por Marx. En 1989 Gorbachev le dio una sepultura sin gloria ni responso.

La hipótesis de Marx estaba montada sobre una especie de silogismo: la historia era el resultado de fuerzas opuestas que se adversaban; el capitalismo, inevitablemente depredador, padecía una incontrolable tendencia a la concentración; lo que acabaría provocando que las masas proletarias fueran cada vez más pobres. Ese estado de cosas sólo podía desembocar en la revolución, la toma del poder por las clases explotadas y el establecimiento de una dictadura del proletariado que prepararía el glorioso futuro comunista.

Pocas veces una profecía ha resultado tan contundentemente desmentida por la realidad. No obstante, algo de lo previsto realmente ha sucedido, pero de una manera muy distinta: los asalariados comienzan a ser propietarios de crecientes segmentos de los medios de producción, pero no por la vía de la guillotina, sino por la de la adquisición legítima. Acaece que en una sociedad como la estadounidense nada menos que el 43 por ciento de la población hoy posee acciones adquiridas en la Bolsa, mientras día a día crece el volumen y la importancia de los llamados Fondos Mutuos, que permiten que los asalariados se transformen en propietarios de las empresas y disfruten tanto de los beneficios que éstas generan como de la capitalización que van acumulando. Si hoy hay un poder temible en el mundo, si hoy existe un sector capitalista que pone a temblar o a suplicar a las grandes empresas, ese sector es el de los trabajadores que conciertan sus esfuerzos inversores en la Bolsa. Una leve inclinación de las preferencias bursátiles de los Fondos Mutuos constituidos por millones de pequeños ahorradores es la vida o la muerte de quienes requieren capital para continuar sus operaciones regulares o para expandirse en mercados cada vez más competitivos.

Se podría argüir que se trata de un fenómeno estadounidense, o, cuando más, del Primer Mundo, pero eso no se ajusta a la verdad. En un país como Chile, la proporción de trabajadores-accionistas es todavía mayor que en Estados Unidos, y el monto del ahorro que ello genera continúa aumentando sin pausa. Hoy los Fondos de Pensiones chilenos gestionan una suma que excede los 70 mil millones de dólares. Una cantidad mucho mayor que la mítica cifra de la Alianza para el Progreso con que hace varias décadas Estados Unidos pretendió sin demasiado éxito impulsar el crecimiento de toda América Latina.

Y esto que es verdad en Chile también comienza a serlo en Polonia, México, Colombia, Perú y varios otros países en los que se ensayan diversas modalidades de los Fondos de Pensiones que José Piñera, original e inteligentemente, creara para los chilenos en 1980, y cuyo ejemplo hoy estudian cuidadosamente no sólo los países del entorno, sino naciones desarrolladas como Alemania y Estados Unidos que buscan una salida al complicado tema de la jubilación de los trabajadores, en sociedades en las que la baja tasa de natalidad y la prolongación de la vida están haciendo crujir los sistemas de jubilación.

En todo caso, lo realmente espectacular del siglo que termina es que el sueño revolucionario de que los trabajadores se convirtieran en propietarios de los bienes de producción está ocurriendo no por la vía violenta que Marx preconizaba, y mucho menos por las causas que suponía, sino por una especie de benéfica metástasis capitalista que consiste en la emisión de acciones al alcance de los bolsillos más modestos, por las privatizaciones de los bienes que antes figuraban en el sector público y por los efectos del más revolucionario campo de batalla que la especie humana ha concebido: ese mercado que se disputan las compañías que pugnan por conquistar los favores del consumidor soberano.

Hace 150 años, con el puño en alto, Marx convocaba a la lucha a la famélica legión de los proletarios. Hoy los proletarios sólo levantan el puño como señal de asentimiento para la compra o venta de acciones en la Bolsa. Y cuando se unen para invertir, se vuelven, en efecto, la clase dirigente. Resulta que esa era la "lucha final": transformar a toda la población trabajadora en capitalista y hacerla beneficiaria de las riquezas que este sistema crea. Hoy el fantasma que recorre el mundo es el de un Marx perseguido por sus errores. Nadie lo hubiera dicho en aquel 1848 trufado de violencia y pesadillas.

(C.A. Montaner, autor de varios libros, es un intelectual y político cubano que reside en Madrid).

 

 

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